Todo volverá a sonreír; por Rodolfo Izaguirre

Comenzó cuando las hojas de las ventanas se desprendieron de sus goznes y quedaron maltrechas y suspendidas y comenzaron también las paredes a desconcharse, a perder el color. El sol y la humedad se abrieron camino en la madera de las puertas y de los pisos y la casa empezó a encogerse, a desvencijarse y ya no hubo nada qué hacer: el tiempo, siempre al acecho, terminó de acabar con ella y las palomas que arrullaban en el tejado se fueron y no se las volvió a ver. Fue como si una enfermedad sin nombre se hubiese apoderado de la casa expulsando a las últimas personas que allí vivieron. La casa, olvidando el esplendor del pasado, llegó a convertirse primero en vivienda de gente de trabajo pero de paso y después, en pensión de mala muerte con hombres en camiseta o simplemente con el torso desnudo, vociferantes, bebiendo cerveza y soltando escupitajos y vulgaridades; algunos con boinas rojas recostados en la puerta de la calle. De modo que con el tiempo y el abandono, la casa se fue convirtiendo en solar menesteroso, refugio de mendigos y cobijo de harapos y desventuras. ¡Nada de su altivez quedó de ella! Hay mugre y manchas de oprobio y humedad en las paredes. El maderamen de la sala se levantó; las lámparas y lo que pudo haber quedado del mobiliario desaparecieron aventados por una furia depredadora; las pocetas y porcelanas de los baños destrozadas, los lavabos y bañeras colgando de las cañerías y solo se encuentran ahora por el suelo pedazos de cartón y periódicos que hacen la cama a los indigentes.

Nadie parece acordarse, tampoco, de Rosa Amelia, la “Niña” Rosa de los primeros tiempos. Sentada al piano frente a la ventana con las cortinas abiertas dejándose ver por todos los que andan por la calle y retienen el paso solo para verla y escucharla. Más allá de los treinta, blanca, elegante, un tiempo para la digitación y luego los valses de Teresa Carreño y algunos preludios de Chopin. Orgullosa de sí misma, helada, inaccesible, como una figura de madera, la Niña Rosa vio desfilar a varios pretendientes pero ninguno se ajustaba a su altura y actitudes aristocráticas y como si ella misma fuera la casa, fue envejeciendo, derrumbándose, abrazada a una soledad inmisericorde y a un hastío corrosivo que ella perfumaba con el consuelo tardío e ineficaz de un diminuto pañuelo de encaje impregnado de agua de colonia francesa. Pero, no obstante, en la Niña Rosa había cierto porte, cierta imponencia teatral y gracias a ella, al menos, se oía música en la casa y el témpano de los preludios endulzaba o suavizaba, en alguna medida, las asperezas cotidianas.

La caída definitiva de la casa tardó apenas dos décadas de mala administración, abusos, indiferencia, omisiones y decrepitud. Alguna grave equivocación administrativa, alguna herencia mal dispuesta y la terquedad del dueño de la casa de convertir el corral de guanábanos jobos y gallineros en cuartuchos de vecindad (¡una “solución habitacional”, dijo!) hicieron que la ignominia y los escándalos, los robos y fechorías envilecieran aun más la casa desterrando a Chopin y a Teresita Carreño. La casa en abandono se erosionó a sí misma, se condenó a su propia clausura y se dejó vencer por el derrumbe. La calle y la parroquia en la que estaba situada, controlada ahora militarmente, también fueron víctimas de una progresiva depresión urbana y las familias buscaron lugares en el este de la ciudad estrenando urbanizaciones y la vieja cuadra de la casa quedó convertida y sepultada en una convivencia patética y maloliente, en un barrio marginal.

El país azotado por la ineptitud y los desvaríos también sucumbió, se extravió en caminos retorcidos y en vericuetos políticos e ideológicos rechazados en otras latitudes y vio sus patrióticos colores desvanecerse, perder la risueña altivez y lozanía con la que alguna vez se mostraron al mundo. Ya no es el sol de la mañana el que entra a raudales por las ventanas de la casa o la helada música del piano que sale por ellas sino la ignorancia, la impunidad, el tráfico de drogas, el denso olor del miedo, los presos políticos y las torturas, la grisácea atmósfera de lo ilícito, el desacierto económico, la inseguridad física y jurídica, el arte y la cultura como tierra arrasada, la corrupción y la complicidad en el brillo de las botas y en la pulcritud casi paranoica del uniforme militar.

¡La madera que cruje en la decrepitud de la casa equivale al llanto del niño que sufre hambre y se desmaya en el aula escolar o a la ansiedad de la madre que no alcanza a alimentarlo! La morgue, las muertes violentas y la corrosiva humedad del muro que repta por igual en nuestras almas terminan perplejas frente a un ejército irresponsable que masacra a gente joven en Barlovento en lugar de marchar, cantar ridículos himnos, acumular medallas, ejercitarse vanamente y mantenerse ocioso en sus cuarteles mientras yo busco sin encontrarlo a un soldado leal a la Constitución que me ayude a recuperar la casa.

¡Pero la casa se desploma, se hace humo sucio y miseria! Somos muchos los que atados de manos tratamos de evitar la ruina total mientras unos pocos, desalmados, se enriquecen traficando drogas y envenenando las conciencias sin dejar huellas cómplices sobre la ya célebre rampa presidencial. Se asegura que un virulento bacilo depredador ya está sembrado en la ética venezolana, pero soy de los que creen que desde los escombros podemos levantar la casa. Voy a cumplir ochenta y seis años y no la veré porque llevará tiempo volver a escuchar el arrullo de las palomas sobre el techo y los acordes del piano y los preludios en el salón, pero las boinas rojas, hombres violentos, armados, escupiendo vulgaridades no permanecerán mas recostados en el portón, y se fijarán nuevamente las maderas del piso, los azulejos de los zócalos y las cerámicas de los baños y colgará otra vez, ondulante y vistoso, el cortinaje de la sala. Se erradicarán las mentiras del régimen y resurgirá el lenguaje, nos miraremos a los ojos y… ¡todo volverá a sonreír!

El Nacional

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